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Vaya por delante que el sueño de cualquier entrenador es, salvo extraños casos, dirigir a su selección. Y más un argentino. Un deseo irrefrenable cuanto menos entendible. Lícito. Ningún sevillista cuestiona el anhelo de Jorge Sampaoli; pero sí las formas con las que está gestionando su irreversible salida del Sevilla FC. Jamás había visto tanta torpeza condensada en el mundo del fútbol. ¿Cómo un profeta prematuro encumbrado por una afición tan exigente como la del Sevilla FC ha podido -por sí solo- perder el respaldo de prácticamente todo el sevillismo en menos que dura un tango de Gardel? La respuesta es sencilla: se tardan años en ganarse la confianza y un segundo en perderla. Sampaoli jugó a ser diferente. A nadar a contracorriente. Y le creímos. A pies juntillas. Nos enseñó el camino para regresar al fútbol de nuestra infancia, al de la plaza o el parque, al que se juega con los pies descalzos, pero resultó que en el primer bache se pinchó la pelota. Era fácil caer en la trampa. Las secuelas del fútbol moderno hace tiempo que hicieron mella en nuestras conciencias y caímos irremediablemente en los encantos de un meticuloso orador.
Amateurismo lo denominamos. Un término que olía a libertad. A tiempos felices. A retales de nuestra infancia. A aquella época de nuestras vidas en la que las cosas importantes eran intangibles y los sueños libres como versos. ¿Recuerdan? Éramos dichosos con un balón y una pequeña pandilla de amigos. Jugábamos un partidillo y disfrutábamos como quizá nunca más lo hayamos hecho. De eso se trataba. De regresar a la esencia. Ganásemos o perdiésemos. Y así fue hasta que salimos derrotados una fría noche en la Gran Bretaña; hasta que nuestras opciones de tocar plata este año se disolvieron como un azucarillo. En aquel momento se me vino a la cabeza una de las primeras declaraciones de Jorge Sampaoli cuando aterrizó en Sevilla: "Cuando llegue el día y me vaya de aquí, quiero que se me recuerde no por ganar, sino por la forma de jugar. Las formas son muy importantes". Y resultó que, con más de medio camino hecho, con unos números objetivamente espectaculares a estas alturas, fallaron las formas. Qué torpeza. No era cuestión de formas, sino de fondo. De fondo de red. En cuanto la pelota dejó de entrar, se cansó de pregonar un estilo de vida extrapolado al fútbol y miró a otra parte sin escrúpulos.
El fútbol moderno es un negocio puro y duro, en el que la grada está a años luz del césped y viceversa. Pero le creímos. Soñamos que era posible regresar al fútbol de antaño más allá de conquistar títulos. Nos ilusionamos. Todos sabemos que reuniones y contactos hay cientos todos los días. Pero no era el momento de ventilar el cuarto. El Sevilla FC se juega más que cualquier interés personal. La diferencia con otros es que Sampaoli se desmarcó de los estándares nada más aterrizar y, en ese instante, se convirtió en rehén, una vez más, de sus palabras. Y de sus actos. Había ese riesgo. Idealizar requiere de infinitos valores. Y Sampaoli se despojó de ellos el día que pidió un Sevilla que luchara por la Liga. Aquellas palabras fueron la ventana a otra parte. El comienzo de una velada batalla personal en la recta final de un campeonato en donde aún hay tela que cortar. La situación es irreversible. El sevillista es un ser apasionado. Y fiel. Y nos sentimos engañados. Suerte o desgracia, abrimos atónitos los oídos en el momento justo y escuchamos las palabras vacías del hombre que un día nos hizo sentir orgullosos para, seguidamente, meternos en el baúl de sus recuerdos cuando vinieron mal dadas. Ahora toca seguir durmiendo en camas separadas durante el próximo mes. Después, cada uno por su lado... Adiós y gracias.
Carlos Sánchez
twitter: @cmsanchezt